sábado, 19 de septiembre de 2009

La espera

Sentado, espero tranquilamente a que llegue la hora de comer. Hay un auténtico abismo de horas que bordean desde el alba, hasta que el sol alcanza su cúspide en el cielo, momento en el que las tripas me empiezan a rugir. Piden estas insistentemente algo que echarles, y yo, que estoy entre rejas por el único pecado de ser lo que soy, debo esperar pacientemente. Mi carcelero, aparecerá tarde o temprano, si no ha vuelto a olvidarse de mi como ayer. Una suave brisa acaricia mi cara, el olor a pescado de la casa vecina impregna mi habitáculo. Siempre odié ese olor.

He intentado comprender por qué estoy en esta celda, soy un preso inocente, la víctima de un sistema que me culpó por error. Aunque me esfuerzo por hacerme comprender, incluso a gritos, nadie quiere creer mi inocencia. Es por ello que estoy en una doble cárcel de hierro y soledad. De vez en cuando puedo tratar con algún compañero, pero todos estos años de reclusión los han hecho tímidos y asustadizos, o en los peores casos se han embrutecido hasta el límite. Más de una vez me he jugado el cuello acercándome para compartir mis penas con quien creía era un compañero de fatigas.

Ahora se aproxima un tipo con malas pintas, su mirada transmite una frialdad enervante. Esta libre y camina lentamente, rodeándome, pensando no sé que cosa. En ese momento se oyen unos ladridos, por lo que el tipejo escapa como un felino asustado.

Ha llegado mi carcelero, que hoy sí, se digna a darme el rancho. Cuando veo la comida la devoro con avidez. Husmeo entre los restos de comida para perro y miro con mis ojos sin brillo al cielo, viendo como el sol vuelve a caer en su ocaso eterno, reservándome un nuevo día de furia y soledad.